Cuando estaba acuartelado en Texas, poco antes de ser enviado al frente en Italia, donde moriría en junio de 1944, el soldado estadounidense de primera clase John Eddington escribió una carta a su hija, que entonces tenía tres meses de edad.
Sabía que la niña, llamada Peggy, no podría leer aún la misiva, pero Eddington quiso decirle que su papá y su mamá le darían todo cuanto estuviera en su mano y que la iban a querer siempre. Sorprende tanta segura promesa cuando uno está a un paso de perder la vida en un campo de batalla en Europa. Pero así es el amor por los hijos. Es un asunto donde no cabe duda alguna.
Aquella carta no llegó o, mejor dicho, no llegó a su legítima destinataria hasta hace muy pocos días, setenta años después de haber sido escrita. Acabó extraviada en casa de un matrimonio, que la conservó sin abrir hasta que su nieta la encontró y se las ingenió para hacérsela llegar a la pequeña Peggy, que hoy es una abuela divorciada y con cuatro hijos, y con cara de haber recibido bastantes golpes en todos estos años. En la recta final de la vida, Peggy llora de felicidad por haber descubierto cuánto la quería aquel John Eddington, un hombre de quien su madre apenas hablaba salvo para decir que había sido el hombre perfecto.
Las cartas, cuando se escribían en papel y eran de amor, resultaban unos artefactos extraordinariamente lentos para lo que estamos acostumbrados ahora. Tardaban días, semanas, meses o años en llegar. Pero, mientras tanto, el tiempo se encargaba de tejer un hilo irrompible de esperanzas entre el emisor y el receptor. Hoy, en cambio, a golpe de “guasap” instantáneo no hay manera de que fragüe nada consistente.