El ser humano desciende de las ardillas, según una de esas investigaciones que saben tanto. O sea, que no procedemos del mono. Es más. Siendo así, no es difícil darse cuenta de los rasgos comunes que aún mantienen ciertos individuos, especialmente, en relación con estos roedores.
Hay sujetos con los dientes agudos y muy desarrollados. Trepan en cualquier parte o roen y corroen lo que les apetece sin ningún problema. Existe un buen número de especies en nuestras instituciones, en la sociedad, en los mercados y en los organismos internacionales. Estos bichos comen semillas de otros, cortezas estafadas a la población, frutos secos de la frutería pública, brotes verdes y bellotas que saquean con sus garras...
Lo esconden todo para alimentarse placenteramente. Ejemplares que establecen sus nidos en los mejores y más lujosos escondites. Son distintos pero tienen similitud con los grajos, las urracas o las aves de rapiña. Nadan, guardan la ropa y no se mojan con las tormentas de la crisis. Al contrario. Se benefician mucho.
Dan asombrosos saltos encima de la gente y algunos practican la hibernación. Llevan los riñones bien protegidos, espabilan a veces, saliendo de su letargo, y hurgan en sus despensas para nutrirse con los fraudes que realizan. Así que el primer antepasado del hombre o de las mujeres era muy similar a una ardilla, a juicio de eminentes paleontólogos.
Yo mismo, recordando al sciurus vulgaris que llevo dentro, me voy a marchar a residir por las ramas y a recoger fruta. Noblemente, eso sí. No. No quiero que me corroan y no pretendo roer ni corroer a nadie.