Panero un día ventoso de hace más de una década, en el manicomio del doctor Inglott. Pegado a la reja, impaciente por largar su discurso, y con la música de Peret en sus auriculares. En la habitación, quemadas de cigarrillos, la máquina de escribir con un folio amarillento y una montaña de libros amontonados como escombros en una esquina. Y allí, de pronto, un resplandor: Panero habla en inglés, en alemán, recita en voz alta, y cuenta a continuación una conspiración en Palma de Mallorca, de la que él fue protagonista, víctima y también inductor, todo junto. Abre la reja y cruza la carretera: está en el bar donde se abastece; en la pared, un calendario con un corazón (del Niño Jesús) y el escritor empieza a alucinar. Hay un género: entrevistar a Panero es imposible. Pide dinero y sienta a una compañera de manicomio en sus rodillas. Se queja de la grasa (dixit) que suelta el clima de Gran Canaria. El loco está en la isla, de bata blanca en bata blanca, con los doctores seducidos por su antipsiquiatría, por su delirio. Tenemos que escapar: da miedo escuchar su babel. Y lo extraño es que acaba de morir Ana María Moix, su amor, uno detrás de otro, conectados.