En provincias, como dirÃa Galdós o Balzac, la vida ha transcurrido con las mismas preocupaciones mientras por Madrid desciende hacia la Carrera de San Jerónimo el Rolls con Felipe VI. Nada de jaranas y pocas banderas en la tierras del reino, como si no fuera con ellos, como si se tratase de un asunto oriental en unas islas perdidas. Esperaba un ajetreo diferente en las calles, y veo una caÃda de moral tremenda por la derrota chilena a la enseña nacional. La coronación ha sido como la primera comunión del hijo de una familia divorciada que se recompone a duras penas para el acontecimiento. Una infanta condenada a extramuros, un rey que se queda en Zarzuela por no se sabe bien que algoritmo mental, una Reina y una hermana en el gallinero, militares a destajo, un Rajoy omnipresente... Todo para hilar fino y no acabar con el paño de la estabilidad monárquica hecho trizas. Muchos aplausos autorreferenciales (yo mi, me, conmigo) y, cómo no iba ser menos, un pueblo de tal palo tal astilla: separado, cada uno por su lado, y absorto en lamerse las heridas de la crisis.